miércoles, 5 de diciembre de 2018

Artículo 2 CE: Indisolubilidad de la nación española y soberanía nacional


Comentario escrito por el Catedrático de Derecho Constitucional de la UAM, Juan José Solozábal Echavarría, en el que analiza  el contenido del artículo 2 de la Constitución Española, donde se contiene la definición del sistema jurídico político del Estado español, basado en la indisolubilidad de la Nación y en la autonomía de nacionalidades y regiones. Este trabajo forma parte de la obra “Comentarios a la Constitución Española. XL Aniversario”, de RODRÍGUEZ-PIÑERO Y BRAVO-FERRER, M. y CASAS BAAMONDE, M.E. (dirs.), editado por la Fundación Wolters Kluwer y el BOE, Madrid, 2018.

I. Introducción

Una primera lectura de este precepto puede llevarnos a la falsa impresión de que nos encontramos ante un artículo lleno de conceptos metajurídicos, que suponen una carga ideológica que el constituyente no tuvo otro remedio que asumir, pero en los que una interpretación jurídica propiamente poco tiene que aportar, de manera que este precepto, en la medida de lo posible, debería incluirse en el catálogo de lo programático o del contenido directamente político de la Constitución. Nada más lejos de la realidad. La constitucionalización de determinadas categorías que proceden, como no podía ser menos, de un contexto extraconstitucional, supone la juridificación de las mismas, que adquieren el sentido que pueda darles el propio constituyente o que, en el nuevo contexto normativo en que se incluyen, sea posible, o más correctamente, constitucionalmente adecuado. La utilización de estos conceptos o tipos, procedentes de un contexto jurídico, metaconstitucional, o extrajurídico, se produce especialmente en el Título Preliminar, que es en el que está el precepto que hemos de comentar. En este Título se utilizan conceptos derivados de la sociología y de la cultura, o del Derecho, por ejemplo el de nación o nacionalidades, dignidad de la persona, o interdicción de la arbitrariedad o legalidad. Estos conceptos no dan pie al intérprete para introducir en la Constitución referencias que son definidas en otros ámbitos culturales o jurídicos, sino que reciben a partir de su inclusión constitucional un determinado alcance, compatible con el contenido y las exigencias de la Norma Fundamental. Pero su comprensión es plenamente un problema de interpretación constitucional.

Estamos hablando, además, en segundo lugar, de un precepto situado en el Título Preliminar, donde se contiene la definición del sistema jurídico político del Estado español, esto es, de su régimen o, en términos schmittianos, de la Constitución positiva o el conjunto de decisiones capitales sobre la forma política que se ha dado el pueblo español. La atribución de este significado al Título Preliminar es entonces consecuencia de una visión sistémica de la Constitución Española, cuya coherencia dependería sustantivamente de la asunción de la base valorativa e institucional establecida en el Título Preliminar, de manera que este se proyectaría, desde tal punto de vista, en el resto de la Constitución, a la que informaría en congruencia con su contenido. Pero la condición basilar y fundante del Título Preliminar no solo es un atributo que le reconoce el intérprete, sino que ha querido el constituyente. Así, el Título Preliminar encabeza la Constitución, cuyas partes dogmática y orgánica no solo antecede, sino que, en el sentido que hemos indicado, preside. Su reforma equivale a la revisión total de la Constitución, conseguible solo por el procedimiento del art. 168 CE (LA LEY 2500/1978), aunque si la perspectiva que se elige es la material, seguramente una modificación de su contenido que signifique, más allá de un cambio o una adición de su tenor literal, una rectificación con alcance restrictivo o devaluador, equivaldría a una destrucción o liquidación constitucional, y no a una reforma propiamente dicha y, desde mi punto de vista, no resultaría jurídicamente aceptable (Aragón, 1989).

II. Nación y Constitución

El contenido del art. 2 de la Constitución Española (LA LEY 2500/1978) es fácilmente descomponible. Un primer inciso se refiere a la relación de la Constitución con la Nación española, cuya unidad e indivisibilidad proclama; un segundo párrafo atribuye a los integrantes territoriales de España como sujetos diferenciados, las nacionalidades y regiones, el derecho a la autonomía; y un tercer apartado impone la solidaridad entre dichos componentes. Así, la condición homogénea de la Nación española no excluye el pluralismo constitutivo de la misma y determina entre sus integrantes una afinidad de la intensidad de la solidaridad.

La afirmación del constituyente fundamentando la Constitución en la Nación española nos lleva al estudio de la relación entre ambos conceptos en dos momentos. El primer momento tiene que ver con el plano de la validez; el segundo con el plano de la legitimidad. La Constitución es el resultado de la actuación constituyente de la Nación española. La primera y más importante manifestación de la soberanía es justamente la disposición del poder constituyente. Solo el soberano tiene el poder constituyente, pues la muestra más importante de la soberanía es la capacidad de decidir sobre la propia configuración política. En eso consiste el poder por antonomasia, en darse una Constitución. Quien no puede decidir sobre su Constitución, sobre cuál es originariamente, o cómo queda su Constitución, pudiendo reformarla sin límite, no es soberano. Cierto que hay diversas acepciones de la palabra «soberano», indicadoras de la ambigüedad de la idea (Solozábal, 2004, 31). La manifestación ordinaria de la soberanía considera esta como el poder de los órganos del Estado, actuando según sus competencias. Estamos hablando entonces de la soberanía como potestad pública, esto es, de un poder estatal, irresistible, aunque constituido y limitado. Pero hay otra acepción que es la que se contempla aquí, como manifestación extraordinaria de la soberanía, la soberanía de los grandes días, o poder sobre el Estado, precisamente acerca de su constitución o configuración política; trátase entonces de un poder constituyente no solo irresistible, sino ilimitado.

La fundamentación de la Constitución en la Nación española no quiere decir entonces otra cosa que la Constitución es el resultado del ejercicio del poder constituyente por su titular, la Nación española. El art. 1 de la Constitución (LA LEY 2500/1978)contempla la relación de la soberanía y la Nación; el art. 2 (LA LEY 2500/1978) se refiere a la relación de causación de la Nación y la Constitución. Este art. 2, bien mirado, es menos equívoco que el primero, aunque el primero también es suficientemente claro. El pueblo, esto es, la generación viva capaz de actuar políticamente, la parte presente de la Nación, dispone de la soberanía de esta (F. Rubio, 1991). En una Constitución democrática no cabe otra cosa, pues no puede aceptarse que el derecho a determinar la configuración política y el derecho a participar, correspondan a quien no es el pueblo actual o presente. Pero el pueblo actúa incondicionada e ilimitadamente la soberanía de la Nación, que es un sujeto o comunidad moral que integra a las generaciones pasadas, presentes y futuras.

La claridad y firmeza de nuestra Norma Fundamental, atribuyendo el poder constituyente a la Nación española y concibiéndolo como expresión del poder político del Estado, impide la asunción de dicho poder por quien no es el soberano. Soberano es el pueblo español, no los pueblos del Estado, ni siquiera los pueblos de España. Así, el titular de la soberanía es un sujeto homogéneo, no un sujeto múltiple, de modo que cupiese pensar que las colectividades territoriales que lo integran, al participar alícuotamente en la soberanía, pueden recuperar su poder político propio, como el socio fundador puede renunciar a sus derechos y abandonar la sociedad en la que hasta ese momento participaba. Pero el soberano tampoco es un sujeto complejo o resultante de las incorporaciones separadas de sus integrantes, y cuya voluntad se formase por acuerdo de dichos componentes, sino un sujeto único con identidad propia que trasciende y se distingue, sin ser necesariamente diferente, y menos opuesto, a las unidades que lo integran, absorbiendo así el poder fundamental de la colectividad. Paladinamente lo ha dejado claro el Tribunal Constitucional. La Constitución, dice, «no es el resultado de un pacto entre instancias territoriales históricas que conserven unos derechos anteriores a la Constitución y superiores a ella, sino una norma del poder constituyente que se impone con fuerza vinculante general en su ámbito, sin que queden fuera de ella situaciones «históricas» anteriores» (STC 76/1988, de 26 de abril (LA LEY 3619-JF/0000), FJ 3). La soberanía está depositada de modo exclusivo en la Nación española, y en sentido jurídico constitucional no puede referirse la expresión nación «a otro sujeto que no sea el pueblo titular de la soberanía» (STC 31/2010 (LA LEY 93288/2010)). Esto no supone negar la existencia y legitimidad de algunas concepciones espirituales o culturales que valoren la afirmación de la condición de nación, por ejemplo, para Cataluña. Es, también, perfectamente ajustada a la Constitución la calificación de nacionales para «los símbolos propios de una nacionalidad, sin pretensión, por ello, de competencia o contradicción con los símbolos de la Nación española» (STC 31/2010 (LA LEY 93288/2010)).

La unidad del poder constituyente, obvia en el plano jurídico que venimos considerando, refuerza la homogeneidad de la Nación española como sujeto capaz de ponerse de acuerdo sobre el momento y el contenido de la actuación constituyente, de manera que un pueblo muestra su madurez al decidir sobre su forma política. Así, la ocasión constituyente es el gran día en la historia de un pueblo, pues ha sido capaz de adoptar la decisión más importante de su futuro político. Esta es la significación nacionalista del momento constituyente, la muestra más alta de su capacidad política, al decidir soberanamente sobre su forma política. Ocurre también que la atribución de la autoría constitucional a la Nación como sujeto jurídico homogéneo, capaz de actuar fundando o refundando sobre bases enteramente libres el orden normativo incide también poderosamente sobre la unidad de este orden. El ordenamiento español es un sistema jurídico complejo, función del diverso aporte del pluralismo normativo de su base, cuya unidad, más allá de una exigencia lógica para su comprensión, integrando y ordenando sistemáticamente su variedad y contradicción, refleja la homogeneidad de su autor. Así, la unidad política y jurídica del Estado no es sino la manifestación de la del sujeto cuya voluntad le sirve de base.

Pero la referencia nacional de la Constitución que se lleva a cabo en el art. 2 nos conduce a otro plano, que es el de la legitimidad. La correspondencia nacional de la Constitución refuerza la base espiritual de la norma constitucional, en cuanto configuración política querida por la Nación española. Ocurre, en efecto, que las Constituciones se caracterizan por incluir un contenido convencionalmente obligado, referente a determinada planta organizativa y a determinado repertorio de derechos, pero también por su adaptación a las peculiaridades o modo de ser propio de la comunidad que se da su Constitución. De modo que podemos hablar de una legitimación nacionalista de la Constitución, pues la Constitución se justifica por su carácter nacional, en cuanto instrumento de autogobierno propio. Así, la Constitución se acepta no solo por su utilidad o necesidad, en cuanto soporte de una determinada idea —democrática, liberal— del orden político, asumida de acuerdo con patrones universales de racionalidad o eficiencia técnica, sino porque es la nuestra, la que nos hemos dado según nuestras necesidades, conforme a nuestra experiencia y cultura histórica. Naturalmente, como se ha puesto de manifiesto en alguna otra ocasión, el que no se renuncie a la legitimidad nacionalista, desechando la aglutinación política resultante de la congruencia nacional, no equivale a atribuir a la Nación el monopolio de la lealtad política ni la negación a compartir vínculos políticos de naturaleza territorial, ya estemos hablando de un espacio de integración superior a la Nación —Europa— o inferior a ella —la nacionalidad o Comunidad Autónoma—.

Como es lógico, nuestra Constitución no aporta una idea de España en cuanto sujeto político. Sí que lo hace, en cambio, como sujeto constituyente en los términos que hemos visto, y sí que se refiere a algunas de sus características, como son la homogeneidad e indivisibilidad, así como a su capacidad generadora del vínculo político por excelencia, esto es, la lealtad ciudadana o patriotismo. Si repasásemos los debates constituyentes, podríamos convenir en que nuestra Norma Fundamental asume una idea de España como estructura diferenciada de convivencia, resultado de una historia común, en cuya conformación ha sido decisivo el factor político, y cuyos miembros desean vivir juntos en el futuro (Solozábal, 1998, 76 y 77). La homogeneidad debe presuponerse no tanto de los datos sociales atribuibles a un sujeto político de la importancia de la Nación, que sin unidad sería inoperante en el terreno jurídico y político, sino en virtud, antes de nada, de presupuestos lógicos. La unidad debe ser la primera condición de cualquier titular de la soberanía, que sustituye su absorción personal por el Monarca del antiguo régimen con la requerida del pueblo en cuanto portador del poder del Estado en el nuevo orden constitucional.

El relieve constitucional de España que hemos tratado de poner de manifiesto hasta este momento explica que se la califique de patria común e indivisible, destinataria, por tanto, de una vinculación política de especial intensidad por parte de los ciudadanos españoles. El patriotismo es, en efecto, un vínculo político, que reclama la lealtad, la dedicación y el cuidado de los ciudadanos de manera singularmente fuerte. En un orden liberal y democrático como es el nuestro, el deber del patriotismo, como predicado a la vinculación política de los ciudadanos con la Nación, ha de entenderse en términos más flexibles que los que exige la vinculación de los poderes públicos a la Constitución o la sujeción a la misma de los ciudadanos. Sabiendo que el deber de obediencia de los titulares de los poderes públicos significa acatamiento o respeto a la misma, no necesariamente «adhesión ideológica ni conformidad a su total contenido» (STC 10/1983, de 21 de febrero de 1983 (LA LEY 7627-JF/0000), reiterada en STC 55/1996, de 28 de marzo (LA LEY 4318/1996)); y que la obediencia constitucional de los ciudadanos no les impide oponerse a su orden de valores o promover su reforma.

Pero el que el patriotismo no se imponga como actitud política, y en ese sentido no excede el ámbito propio de la llamada lealtad constitucional, que exigiría reconocimiento del orden constitucional mínimo, esto es, aceptación de la Constitución mínima positiva, al modo schmittiano, y compromiso de la utilización exclusiva de los mecanismos constitucionales para su reforma, cuya propuesta puede tener un alcance ilimitado, no priva de justificación la recepción constitucional del mismo, como expresión de la máxima lealtad política. En términos jurídicos es bien difícil rebasar la visión procesal de la Constitución, ligada a la idea de límite. Sin embargo, desde un punto de vista político e institucional, la Constitución es más que regla de procedimiento para la comunidad, si bien en los supuestos concretos a una actuación pública le baste para salvar su licitud el no ser constitucionalmente incompatible, aunque pueda haber otras conductas más congruentes o conformes con la Constitución. Pero el orden constitucional efectivo perecerá si la actitud predominante en la sociedad es la de mero acatamiento y no verdadero respeto constitucional.

III. La autonomía de nacionalidades y regiones

El segundo párrafo del art. 2 (LA LEY 2500/1978) atribuye el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran España. Hay, pues, en primer lugar una constatación evidente, la de la pluralidad constitutiva de España, que obviamente tiene determinadas consecuencias jurídicas. La homogeneidad de la Nación española, requerida desde un punto de vista jurídico, según veíamos, para asegurar la unidad y capacidad constituyente de aquella en cuanto titular de la soberanía, no está reñida con el reconocimiento en su seno de determinados integrantes territoriales, a los que la Constitución denomina nacionalidades y regiones. Nacionalidades y regiones son el sustrato político, quizá sería mejor hablar de la base sociológica y cultural, de las Comunidades Autónomas. Si el Estado como organización política general es la correspondencia jurídico política de la Nación española, las Comunidades Autónomas suponen la cobertura en tal plano de las nacionalidades y regiones.

No se dice en la Constitución nada sobre el criterio de diferenciación que puede haber entre nacionalidades y regiones. Deben suponer una muestra del reconocimiento en lo territorial del pluralismo, que constitutivamente, lo decíamos antes, caracterizaría a la Nación española. Estamos hablando, también es obvio, de sujetos territoriales políticos, dotados, dice este artículo, del derecho a la autonomía, no, entonces, de meras circunscripciones o divisiones administrativas sobre las que se ejerce el poder del Estado.

La Constitución no reconoce diferencia, más allá de la denominación, a las nacionalidades y regiones. No utiliza este criterio, según es bien sabido, ni para referir a diferentes sujetos el acceso a la autonomía, ni para justificar los diferentes acervos competenciales de las Comunidades Autónomas o dotar a estas de distinta configuración institucional. Hay que señalar, en efecto, que el término «nacionalidades» no vuelve a aparecer en la Constitución y, sobre todo, que la distinción que cabe hacer entre Comunidades Autónomas de régimen especial y Comunidades de régimen común no se corresponde formalmente con la de nacionalidades y regiones. El constituyente, quizá, tendía a considerar a la nacionalidad más que como sinónimo de nación como región cualificada. Si se define la región como una unidad territorial dotada de cohesión e identidad propias, como «un área homogénea con características físicas y culturales distintas de las áreas vecinas» (Vance), podríamos pensar en la nacionalidad como aquella región con acusada conciencia de su especificidad. Hoy, como se ha demostrado en la discusión sobre la reforma estatutaria catalana, muchos se inclinan a considerar a la nacionalidad como una nación sin soberanía, pero ciertamente con trascendencia política.

Sin duda, la cualidad de Comunidad de régimen especial no es referible inmediatamente a la condición de nacionalidad. Así, una Comunidad puede definirse en su Estatuto (art. 147 CE (LA LEY 2500/1978)) como nacionalidad; y gozar de régimen común por no quedar incluida dentro de los términos de la disposición transitoria 2.ª CE (LA LEY 2500/1978); o no haber conducido la iniciativa estatutaria a tenor del art. 151.1 CE. (LA LEY 2500/1978) Por el contrario, una Comunidad autocalificada de región por su Estatuto, pero que haya utilizado los cauces de iniciativa del art. 151 CE (LA LEY 2500/1978), se equipara totalmente en quantum de competencias y organización a las nacionalidades históricas, sin gozar ella misma de esta denominación.

En la Constitución, entonces, no nos encontramos con una definición de los términos «nacionalidad» y «región» ni con una relación de las mismas, como por lo demás no se detalla, frente a lo que ocurre en otras Constituciones europeas o lo que ha ocurrido en nuestra historia constitucional, un mapa territorial. Cuando con ocasión de la consideración de la reforma constitucional se pensaba en la inclusión en la Constitución de las Comunidades Autónomas, algunos se inclinaron por la constancia en el máximo nivel normativo de la condición de las mismas. Parece, en cambio, más oportuno, por lo demás de acuerdo con la previsión del art. 147 CE (LA LEY 2500/1978), que sea el propio Estatuto de Autonomía el que determine aquella condición.

Nos parece perfectamente lícito desde un punto de vista constitucional que el Estatuto de Autonomía acuerde, en una cláusula identitaria, frente a las organizativas y competenciales, la calificación que convenga a la Comunidad Autónoma, en cualquier caso teniendo en cuenta el tipo de consideraciones, según demanda el art. 147 (LA LEY 2500/1978), que contempla la adecuación de la denominación estatutaria de la Comunidad Autónoma a su «identidad histórica». Las cláusulas identitarias presentarían a la Comunidad Autónoma en relación con su sustrato político, más precisamente como su correspondencia institucional, estableciendo sus símbolos y fijando los rasgos privativos de su personalidad. Estas cláusulas identitarias contribuyen a la legitimación de los Estatutos, que en absoluto son exclusivamente normas de organización, y dan expresión al pluralismo territorial que nuestro Estado autonómico hace posible.

La Constitución, decíamos, no define ni designa a las nacionalidades y regiones. Las considera sustrato de una organización institucional que son las Comunidades Autónomas, cuyas diferencias sin significado sustancial se establecen por otros criterios, como son la experiencia de autogobierno o el procedimiento seguido para su constitución. La diferencia entre nacionalidades y regiones puede, también lo decíamos, reputarse expresión del pluralismo, en este caso territorial, que asume la Constitución (art. 1 (LA LEY 2500/1978)). En cualquier caso, lo que significa constitucionalmente a las nacionalidades y regiones es su disposición del derecho a la autonomía, que el art. 2.º (LA LEY 2500/1978) de la Norma Fundamental que estamos comentando «reconoce y garantiza». Pero ¿qué es, en qué consiste este derecho a la autonomía?

Negativamente, la autonomía de las nacionalidades y regiones se contrapone a la soberanía de la Nación española, y aparece como un poder limitado y derivado o no originario. Pero a su vez la autonomía territorial es un poder diferente del que disponen quienes gozan de autonomía administrativa o el propio de los entes institucionales que llevan a cabo una cierta descentralización funcional, es el caso con diferente relieve y problemática constitucional de los Organismos Autónomos, Sociedades Públicas y Administraciones Independientes. La autonomía, ha dicho el Tribunal Constitucional, es un poder limitado, propio de las nacionalidades y regiones «para la gestión de sus propios intereses, diferente de la soberanía, que corresponde al Estado en cuanto organización política de toda la Nación española» (STC 4/1981, de 2 de febrero (LA LEY 7160-NS/0000)).

La manifestación más obvia de la soberanía es, como hemos visto, el poder constituyente, a través de cuyo ejercicio la Nación se configura políticamente. Jurídicamente se trata de una actuación ilimitada, en el sentido de no condicionada por ningún poder ajeno o interno a la propia Comunidad, y por ello, podríamos decir, independiente. Históricamente, la soberanía es un poder superiorem non recognoscens, que se afirma frente a pretensiones de (pre)dominio exteriores o a imposiciones en el seno de la propia Comunidad. Nadie puede imponer, por tanto, su Constitución a una Nación soberana; por ello, en este sentido la ilimitación equivale a «originariedad», ni nadie puede obstaculizar que, si así lo quiere, la Nación disponga de su Norma Fundamental, si decide reformarla. Materialmente, el poder constituyente tampoco tiene límites, de manera que la configuración política se lleva a cabo de manera completa, estableciendo la planta institucional propia de un verdadero Estado. En cambio, los Estatutos de Autonomía, «en cuanto manifestación obvia del derecho a la autonomía que la Constitución reconoce a nacionalidades y regiones y paradigma de los instrumentos de autonomía» (STC 56/1990, de 29 de marzo (LA LEY 58173-JF/0000)), no remiten sino a un poder derivado y limitado. Obviamente, como ha afirmado el Tribunal Constitucional en su Sentencia sobra la Declaración soberanista y el derecho a decidir del pueblo catalán (STC 42/2014 (LA LEY 22394/2014)), el principio de autonomía no permite a un poder constituido, como era en este caso el Parlamento de Cataluña, decidir sobre la residencia de la soberanía, «atribuyendo su titularidad a ninguna fracción o parte del mismo». En efecto, tal atribución supone una actuación exorbitante y deprimente al mismo tiempo, y por ello incurre en radical inconstitucionalidad. «Un acto que afirme la condición de ‘‘sujeto jurídico’’ de soberanía como atributo del pueblo de una Comunidad Autónoma no puede dejar de suponer la simultánea negación de la soberanía nacional que, conforme a la Constitución, reside únicamente en el conjunto del pueblo español».

La referencia democrática del Estatuto, inevitable en toda norma de nuestro Estado constitucional, no conduce a un poder originario soberano constituyente, sino a una potestad derivada, limitada y estatuyente. El Estatuto de Autonomía presenta, entonces, de una parte, una clara dependencia constitucional, lo que significaría su condición derivada, aunque, por otro lado, su contenido, ciertamente limitado, le confiera una significación ad intra cuasi constitucional.

Pero la referencia constitucional es imprescindible para entender la base de los ordenamientos autonómicos, presididos, «encabezados», por su Estatuto respectivo, pero que no remite, como sabemos, a ningún poder constituyente propio, sino a la Constitución, que los instituye y define como fuente, a los que impone contenidos, configurando una auténtica reserva (de Estatuto) a su favor, determina límites, asegurando garantías de congruencia, y prescribe el procedimiento para su elaboración. Por eso es razonable la afirmación del Tribunal Constitucional, que ya conocemos, según la cual, como es obvio, autonomía no es soberanía (STC 4/1981 (LA LEY 7160-NS/0000)), y ello por tratarse de un poder jurídicamente limitado —el poder constituyente originario tiene límites fácticos, lógicos y procedimentales, pero no propiamente limitaciones jurídicas—, sino porque es un poder derivado, precisamente constitucionalmente derivado.

La conexión constitucional del Estatuto, manifiesta por lo demás en su heteronomía, pues el Estatuto —por voluntad constitucional— es aprobado mediante una ley estatal, y con independencia de la especificidad de su elaboración (en concreto, la intervención de la propia Comunidad, prescindiendo de la que además le corresponde en su reforma), reside también en el hecho de que los Estatutos, al igual que el resto del ordenamiento, son interpretados de acuerdo con la Norma Fundamental. Así, la Constitución no es para el Estatuto solo una norma de significado procedimental, esto es, determinadora de los órganos o el procedimiento para su producción, o definidora de su ámbito propio, sino crucial para la comprensión de su mismo contenido en cuanto canon insoslayable de interpretación. «La interpretación del Estatuto, ha dejado establecido nuestro Tribunal Constitucional, como del resto del ordenamiento jurídico, ha de realizarse de acuerdo con la Constitución, que de este modo no agota su virtualidad en el momento de aprobación del referido instrumento» (STC 18/1982, de 4 de mayo (LA LEY 9155-JF/0000)).

La dimensión constitucional del Estatuto resulta, finalmente, del hecho de que los mismos son normas disponibles para el constituyente, en la medida, primero, que la reforma constitucional modificase la forma de Estado para recuperar la organización unitaria del mismo, si no se identificase totalmente autonomía y democracia, de modo que una rectificación de aquella alcanzase a esta, afectándola esencialmente, lo cual, desde nuestro punto de vista, es una actuación absolutamente vedada al poder constituyente; o en cuanto cupiese que los efectos derogatorios de una modificación constitucional alcanzasen a determinados elementos de los ordenamientos estatutarios, por ejemplo, a través de una ampliación de los títulos competenciales del Estado central o imponiendo concretos institutos de cooperación o control sobre el Estado y las Comunidades Autónomas que afectasen a la propia posición de los órganos de gobierno autonómicos.

Esta referencia constitucional del Estatuto no impide entender, como ya adelantábamos, por su parte, la significación constitucional del mismo, que acerca su condición normativa a la Constitución del Estado miembro de una Federación, a la vez que señala su diferencia de grado con la ley autonómica. Caigamos en la cuenta de que las Constituciones de los Estados miembros, además de establecer una organización política completa, proceden de un poder constituyente originario —y por ello se aprueban sin intervención de los órganos de la Federación—, aunque limitado, como lo muestra el que las decisiones fundamentales —sin ir más lejos las relativas a los derechos de este tipo— las adopta la Constitución de la Federación, que es también la Constitución primera de los Estados miembros, basada ella sola sí en un poder constituyente soberano e ilimitado.

Este rebajamiento de las Constituciones de los Estados miembros permite la aproximación a las mismas de los Estatutos de Autonomía, que ya denota su propia estructura, en la que cabe distinguir, como en las Constituciones, su parte orgánica y parte, aunque con limitaciones, dogmática, pues no hay derechos fundamentales estatutarios, según acaba de recordar la STC 247/2007, de 12 de diciembre (LA LEY 185358/2007), pero sí hay determinaciones de este tipo que concretan o especifican ciertos derechos constitucionales, especialmente en el caso de los derechos políticos, u otros derechos de configuración legal, etc. No puede no ser así, pues el atribuir otra capacidad a las normas estatutarias pondría en peligro la igualdad jurídica en el Estado, que ha de exigir antes de nada la disposición, en esencia, de los mismos derechos fundamentales para todos los ciudadanos, con independencia del territorio en que vivan, excluyéndose la posibilidad de atribuir a las cláusulas estatutarias una función meramente reiterativa, por contraria a la buena técnica jurídica, al incurrir en redundancia o provocar la confusión del rango normativo de los derechos fundamentales.

Ciertamente, el Estatuto de Autonomía es una norma cuasi constitucional y ello ya se la considere desde el plano del ordenamiento autonómico, que encabeza (STC 247/2007, de 12 de diciembre (LA LEY 185358/2007)) y preside, constituyendo verdaderamente a la Comunidad Autónoma, que solo existe como organización política tras su instauración en el Estatuto —contribución esta fundante de los Estatutos que desde luego no tienen las Constituciones que, de ordinario, presentan en relación con la planta política del Estado más un significado rectificador antes que fundador, pues los Estados preexisten a las Constituciones, aunque obviamente no son Estados constitucionales: están constituidos, pero no tienen una Constitución—. En esta idea insiste la Sentencia sobre el Estatuto catalán (STC 31/2010 (LA LEY 93288/2010)), según la cual sobre la significación de tal tipo de norma para la determinación institucional de la comunidad y su integración en el ordenamiento jurídico general le compete una función constitutiva fundacional, aunque «no es expresión de poder constituyente, que manifiesta soberanía, y que solo corresponde a la Nación española». En efecto, es el Estatuto el que constituye la nacionalidad o región en Comunidad Autónoma y transforma lo que es una realidad sociológica o administrativa en verdadero sujeto jurídico político. Antes de la constitución de la Comunidad Autónoma lo que hay es un derecho en abstracto a la autonomía reconocida a nacionalidades o regiones, y lo que existe es la competencia de determinados órganos administrativos o políticos, a los que se les atribuye la iniciativa autonómica como capacidad de poner en marcha el proceso autonómico, pero solo después de la constitución de las Comunidades Autónomas a través de su Estatuto hay verdaderos sujetos u organizaciones autonómicas, titulares no ya de un abstracto derecho a acceder al autogobierno, sino de una verdadera organización política que permite el ejercicio de potestades legislativas y de gobierno.

De otra parte, el Estatuto es norma cuasi constitucional desde la perspectiva del propio ordenamiento general, pues en cuanto integrante del parámetro constitucional opera como canon de este orden para el propio Estado, cuyas competencias en la medida que el Derecho estatal es un derecho residual y supletorio del autonómico, depende de la atribución de las competencias que las Comunidades hacen para sí en sus propios Estatutos. Cierto, como ya hemos observado, que el poder estatuyente no es asimilable al poder constituyente, lo que se capta muy claramente reparando en la condición del Estatuto de Autonomía como ley orgánica; pero cierto también que, como sabemos asimismo, prescindiendo de la intervención de los representantes de la Comunidad in fieri en la elaboración estatutaria y la propia aprobación del proyecto por los cuerpos electorales respectivos en el caso de las Comunidades Autónomas de régimen especial, la modificación de los Estatutos de Autonomía no es posible sin el consentimiento de sus Comunidades, todo lo cual denota una cierta potestad constituyente.

Obviamente, la autonomía no es solo el derecho, en los términos que hemos visto, de acceso y configuración de un sistema de autogobierno, sino de ejercicio del mismo. «El ejercicio de su autonomía le permite a una Comunidad la orientación de su gobierno en función de una política propia, o sea, asumir una dirección política específica» (STC 35/1982, de 14 de junio (LA LEY 66-TC/1982)). La autonomía equivale, en primer lugar, a la disposición de potestad legislativa, de modo que, dentro del espacio competencial previsto en la Constitución, los Parlamentos de las Comunidades Autónomas pueden aprobar leyes con el mismo rango y fuerza que las leyes estatales, de las que solo les separan dos pequeñas diferencias. Me refiero al hecho de que las Leyes de las Comunidades Autónomas, frente a las generales aprobadas por el Parlamento central, no son objeto de sanción por el Monarca; así son promulgadas, aunque en nombre del Rey, por el Presidente respectivo de la Comunidad Autónoma; además el Gobierno central, al impugnar las leyes autonómicas ante el Tribunal Constitucional, puede provocar la suspensión de la eficacia de las mismas. A la inversa, la impugnación por una Comunidad Autónoma de una Ley del Parlamento central en ningún caso lleva aparejada la suspensión de la misma.

Estas leyes son instrumento de la verificación de determinadas políticas de gobierno llevadas a cabo por los ejecutivos autonómicos, relacionadas con sus respectivas asambleas representativas en términos cada vez más parlamentarizados. Así, en su parte orgánica los nuevos Estatutos han aprovechado para establecer algunas precisiones de interés respecto de la regulación de los Gobiernos y Parlamentos y sus relaciones entre sí, en general reforzando la posición de liderazgo del Presidente, ampliando el período de sesiones e instrumentando el control político del Ejecutivo. Ello ocurre, por ejemplo, en el nuevo Estatuto de Castilla-La Mancha, en el que se sigue conservando una peculiaridad interesante en lo que se refiere a la cuestión de confianza, permitiendo su vinculación con un Proyecto de Ley. En tal Estatuto, sin excluir la responsabilidad individual de los Consejeros, se estipula la condición solidaria del Gobierno, se contempla la disolución anticipada de las Cortes autonómicas, alargando el período de sesiones, y se apunta el fin de los sistemas de gobierno autonómicos diferenciados, de lo que es una buena prueba la posibilidad que se establece de una consulta electoral en relación con las reformas estatutarias del futuro (Solozábal, 2008).

Lo que no comprende la autonomía es poder judicial propio. En efecto, el Tribunal Superior de Justicia no es un órgano autonómico, sino del Estado (STC 38/1982, de 22 de junio (LA LEY 72-TC/1982)), y su existencia no impone el agotamiento de las instancias procesales en todo caso ante el mismo, ni determina la ilicitud de la existencia en determinados delitos —dado el ámbito territorial de su comisión o su trascendencia social— de un órgano judicial centralizado. Las competencias participativasen la organización de las demarcaciones judiciales, previstas en el art. 152 CE, párr. 2 (LA LEY 2500/1978), han de verificarse siempre conforme a la Ley Orgánica del Poder Judicial (LA LEY 1694/1985), y no pueden consistir en el establecimiento de la planta judicial, que es competencia exclusiva del Estado.

La autonomía territorial como poder político limitado es diferente de la soberanía, pero es cualitativamente superior a la autonomía administrativa, que corresponde a los entes locales (STC 25/1985 (LA LEY 57898-NS/0000)). Precisamente, como ha visto el Tribunal Constitucional, la organización territorial del Estado en Comunidades Autónomas y entes locales permite, en razón del grado superior de la autonomía de las Comunidades, el ejercicio de un poder político y administrativo de estas sobre los municipios y provincias que se incluyan en su territorio, aunque no posibilita ni la supresión de los mismos en cuanto tales ni su conversión en meras divisiones territoriales para el cumplimiento de los fines de las Comunidades Autónomas (STC 84/1982, de 23 de diciembre (LA LEY 120-TC/1983)), actuaciones vedadas en virtud de la garantía institucional local. Justamente, según la jurisprudencia constitucional, la protección constitucional de los entes locales les asegura una configuración institucional y funcional general en todo el territorio nacional respetuosa con la personalidad propia de dichos entes y cuyos criterios básicos —tanto en materia de organización como de competencia— corresponde establecer al Estado central (SSTC 84/1982 (LA LEY 120-TC/1983) y 214/1989 (LA LEY 130664-NS/0000)).

IV. El principio de solidaridad

El último inciso del art. 2 de la Constitución (LA LEY 2500/1978) reconoce el principio de solidaridad, que es expresión de la especial relación que se establece en el seno de la Nación española de las nacionalidades y regiones entre sí y respecto del conjunto. En una primera aproximación, la solidaridad entre nacionalidades y regiones cabe ser deducida, como consecuencia necesaria, del hecho de que son integrantes de la comunidad superior de la Nación española. La solemnización constitucional de tal principio parecía exigida por la necesidad de evitar que la división entre nacionalidades y regiones pudiese ser utilizada para marcar aún más la diferencia entre áreas ricas o desarrolladas, que coincidirían básicamente con las nacionalidades, al menos con las más activas: Cataluña y País Vasco; y áreas pobres o atrasadas: las regiones; y por la conciencia de que dicha solidaridad era lo menos que las regiones ricas debían a las zonas deprimidas que, al menos desde la industrialización, han aportado la mano de obra, parte del mercado e incluso el capital de su ahorro sobre los que se ha construido el desarrollo de las zonas más prósperas del país. La solidaridad es, por último, expresión de la integración cultural de España: las culturas nacionales han de mostrarse en el ámbito superior de todo el Estado; y a través de su aportación específica enriquecerán el patrimonio cultural de todos.

El principio de solidaridad pertenece a lo que podríamos llamar la Constitución de la integración, que no deja de ser una manifestación del contenido material de nuestra Norma Fundamental, frente a la Constitución de la articulación, que se da más bien en el plano funcional. Podría así contraponerse la articulación como unidad institucional u orden estructural del Estado autonómico, esto es, como principio, por ello, más bien técnico, y la integración como unidad espiritual, política y simbólica, como un grado de juntura superior de una verdadera Comunidad.

Si la solidaridad juega en este terreno de la integración, habría de ser evaluable por su capacidad de legitimación del sistema al pretender la satisfacción de demandas de los ciudadanos, no tanto en el terreno de la eficacia institucional como de gratificación simbólica. Desde este punto de vista, el principio, más que desde el punto de vista de su virtualidad para asegurar la homogeneidad, habría de ser relacionado con valores como la fraternidad o el patriotismo.

La interpretación del significado de la solidaridad en el art. 2 de la Constitución (LA LEY 2500/1978) tratará de reducir la indeterminación del concepto, reparando necesariamente en su desarrollo en el plano normativo, su relación con otros principios, y, en este caso concreto, su utilización en el plano institucional y en el de la integración. La indeterminación de los principios, como es sabido, no juega a costa de su normatividad, de modo que se pudiese ignorar que estamos ante preceptos jurídicos, sino de su incompletud, colmada con un acabamiento en el plano constitucional, una regulación infraconstitucional o la configuración jurisprudencial.

La solidaridad es un principio jurídico en razón de la indeterminación de su formulación, todavía más evidente en la enunciación general del mismo que se hace en el art. 2.º de la Constitución (LA LEY 2500/1978), de manera que no es, de partida, claro, ni los deberes que impone, ni el destinatario de los mismos ni las sanciones que su incumplimiento supone (Informe Consejo de Estado, 2006, 158). El Tribunal Constitucional, con todo, hace garante de su observancia al Estado central y señala que dicho principio vincula a las Comunidades Autónomas en el ejercicio de sus competencias. En cualquier caso, trasciende la perspectiva económica y financiera y se proyecta en las diferentes áreas de la actuación pública. «La virtualidad propia del principio constitucional de solidaridad, que aspira a unos resultados globales para todo el territorio español, recuerda la técnica de los vasos comunicantes» (SSTC 109/2004, de 30 de junio (LA LEY 1576/2004), y 247/2007 (LA LEY 185358/2007)). Tampoco es claro si estamos hablando de un principio institucional o axiológico. Podríamos decir, a estas alturas del comentario, que el principio tiene efectos institucionales, en cuanto puede alcanzar al comportamiento de las instituciones, por ejemplo orientando o modulando sus competencias, pero su base es axiológica en cuanto la solidaridad se vincula a exigencias provenientes de un plano ideológico, patriotismo, o moral, fraternidad.

La indeterminación, en el orden normativo, se remedia, según apuntábamos, mediante concreciones de la misma, comenzando por el nivel constitucional, de manera que en el art. 2.º se acogería la formulación general del principio que se repetiría en términos más concretos que subrayan la responsabilidad del Estado central y que singularizan algún grado de su consecución o identifican algún instrumento a través del que operan; así, el art. 138 CE (LA LEY 2500/1978) encomienda al Estado central el «establecimiento de un equilibrio económico entre las diversas partes del territorio español» y el art. 158.2 CE (LA LEY 2500/1978) prevé la constitución del Fondo de Compensación Interterritorial, que es el instrumento a través del cual se trata de garantizar el nivel presupuestario de las Comunidades Autónomas para desempeñar en condiciones de igualdad sustancial las actividades prestacionales de las Comunidades Autónomas. Estos preceptos habrían de ponerse en conexión con el principio de igualdad jurídica de los españoles establecido en el art. 14 CE (LA LEY 2500/1978) con carácter general y cuya absoluta vigencia territorial queda subrayada en el art. 139 CE. (LA LEY 2500/1978)

Pero la configuración normativa de la solidaridad se lleva a cabo también en el plano infraconstitucional; así, cuando el art. 4 de la LRJAPyPAC (LA LEY 3279/1992) se refiere a la lealtad institucional como principio que ha de informar la colaboración administrativa. En la línea de completar la configuración normativa de la solidaridad se ha de atender a su proximidad a la igualdad, cooperación y colaboración como principios de relación de las Comunidades Autónomas entre sí y con el Estado. Desde luego, la formulación de estos principios no deja de ser un tanto asistemática y fragmentaria. En este sentido, nos encontramos con principios relacionados con la homogeneidad del Estado o su unidad, también en conexión con la eficacia o determinados criterios de organización.

A pesar de cuanto decimos, no deja de plantear dificultades el intento de fijar un alcance mínimo de este principio jurídico. Por ello puede ser de utilidad el relacionarlo con categorías semejantes o próximas propias del Derecho público y aun del Derecho privado. El concepto más próximo, en aquel ámbito, es seguramente el de la lealtad federal, concepto útil para reducir la conflictividad competencial, pero sin duda excesivamente abierto para su utilización inmediata como parámetro de control de la constitucionalidad. Este principio exige que tanto la Federación como los Estados miembros ejerzan sus competencias adoptando un comportamiento mutuamente leal, esto es, respetando la posición e intereses respectivos, como corresponde a integrantes del mismo todo. Por su parte, en el Derecho civil, la prohibición del abuso del derecho o mandato de ejercicio de los derechos según el principio de buena fe, que ayudaría a encontrar la dimensión negativa de la solidaridad, trata de impedir el ejercicio del derecho propio exclusivamente para hacer daño de modo irresponsable, respetando los derechos de los demás y el orden constitucional.

Con tal ayuda, quizá podríamos aventurar un significado mínimo de la solidaridad y deducir las dimensiones positiva y negativa de este principio (E. Alberti, 2007). El contenido mínimo haría exigible un auxilio recíproco de las Comunidades Autónomas entre sí y con el Estado, que llevaría a poner a disposición de los demás la información de la actuación propia que las demás Comunidades Autónomas y el Estado requieren asimismo para el ejercicio de sus respectivas competencias. Negativamente se trataría de impedir un ejercicio competencial llevado a cabo sin tener en cuenta los intereses de las demás Comunidades Autónomas y del Estado, maximizando exclusivamente su propia posición, olvidando su inclusión en el todo del que son parte. Positivamente, la solidaridad debe llevar a un comportamiento que contribuya a la consecución de los intereses generales del Estado y el desarrollo autonómico. Sintéticamente, ha señalado el Tribunal Constitucional: «El principio de solidaridad prohíbe a las Comunidades Autónomas en el ejercicio de sus competencias perjudicar o perturbar la utilidad general, obligándoles antes bien a tener en cuenta la comunidad de intereses que las vincula entre sí» (STC 64/1990, de 5 de abril (LA LEY 1524-TC/1990)).


Fuente: Diario La Ley

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